Peppo
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Peppo Las pequeñas Alma y Julia por fin habían podido hacer realidad su sueño. Se habían acercado con sus papás hasta un albergue para animales y habían adoptado un perro.

Se llamaba Peppo y había sido abandonado en verano. Deambulaba perdido y triste cuando lo encontraron. No era un perro de ninguna raza bonita, sino que era un perro mestizo, pero eso era lo de menos. Desde la primera vez que la familia de Alma y Julia lo vieron supieron que él era la mascota que necesitaban. Y Peppo supo que ellos eran los dueños que tanto había esperado.

Mucho antes de traer al nuevo miembro de la familia al hogar, los cuatro habían pasado por el veterinario para que le contara qué debían hacer cuándo llegara:
- ¿Sabéis que los perros deben ser vacunados anualmente para que no se pongan malitos?
- No - respondieron las niñas al unísono.
- ¿Y sabéis que vuestra mascota deberá ser desparasitada para evitar que tenga pulgas y lombrices?
- No - volvieron a responder.

El veterinario realizó muchas preguntas a las niñas para que fueran conscientes de la responsabilidad de tener una mascota.

El pequeño Peppo se integró rápidamente en casa. Disfrutaba del cariño de Alma y Julia y compartía con toda la familia sus largos paseos por el parque. Allí se divertía de lo lindo corriendo tras la pelota que le lanzaba Alma o el frisbee de Julia y también jugaba con otros perros al pilla pilla. Los papás de las niñas le aseaban periódicamente para mantenerlo sano y saludable y a medida que crecía, las niñas iban adaptando su alimentación a su edad y peso. Con todo ello, Peppo gozaba de una salud envidiable. Era un perro feliz.

Pasaron los años y las niñas tenían que comenzar la universidad. Coincidió con una época en la que sus padres tenían mucho trabajo y la vida de Peppo se vio muy afectada porque pasaba más tiempo de lo habitual solo en casa.

A la familia no le gustaba esa vida para su fiel amigo Peppo pero no sabían que hacer. Si de algo estaban seguros, es que de ninguna manera dejarían que volviese a terminar en la perrera.

-Dejadlo en la perrera y allí se harán cargo - le dijo una vecina.
-¡No! De ninguna manera. Peppo no se lo merece.

Un día coincidieron con Doña Evangélica, una de sus vecinas. Vivía sola desde hacía un tiempo y se encontraba muy triste. Tras charlar un rato, se dieron cuenta que podían ayudarse mutuamente.

PeppoPeppo se convirtió en el mejor amigo de Doña Evangélica. Se sentaba a los pies del sofá y veían la tele juntos y por las mañanas se acercaba hasta su cama y con su hocico rozaba su mano para avisarla que era hora de despertarse. La acompañaba a comprar el pan y a pasear por el parque, y cuando llegaban a casa corría a por sus zapatillas.

Alma y Julia y sus padres, siguieron haciéndose cargo de todos los gastos del mantenimiento de Peppo, porque Doña Evangélica no podía pagarlos. Ellos eran felices sabiendo que Peppo no estaba solo y con frecuencia iban a verlo. Doña Evangélica era feliz disfrutando con la compañía de Peppo y Peppo era feliz, sabiéndose querido por todos.
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