Bajo el cielo claro y azul, en un rincón soleado del bosque, vivía Nina, una pequeña ardilla de pelaje marrón suave. A Nina le encantaba dormir. Cada mañana, mientras los otros animales corrían de un lado a otro recogiendo comida, ella se estiraba sobre la rama más alta del gran roble y suspiraba:
—No hay prisa, el invierno está lejos... —decía mientras cerraba los ojos para disfrutar del calor del sol.
Bruno, el castor, pasaba a menudo por debajo de ese árbol. Con su gran cola arrastrando y un montón de ramas sobre el lomo, miraba a Nina y sonreía.
—Nina, ¡tienes que empezar a recoger bellotas! El invierno siempre llega sin avisar.
Pero Nina solo se daba la vuelta, perezosa, y respondía:
—Mañana lo haré, Bruno. Hay tiempo de sobra.
Los días pasaron, y mientras Bruno trabajaba construyendo su dique y almacenando madera para su hogar, y Lina, la sabia lechuza, observaba desde lo alto, el frío comenzó a aparecer en el aire. Las hojas que antes eran verdes y vibrantes se tornaron doradas y naranjas, cayendo al suelo en suaves remolinos. El bosque entero se preparaba para el invierno. Pero Nina seguía disfrutando de su rincón soleado, sin preocuparse por las bellotas.
Un día, mientras dormía profundamente, una brisa helada le hizo estremecerse. Al abrir los ojos, el cielo estaba gris, y una ligera capa de escarcha cubría las hojas del suelo.
—¡Oh no! —gritó Nina saltando de la rama—. ¡El invierno ya está aquí y no he recogido nada!
Corrió de un lado a otro buscando bellotas, pero ya no quedaban. Todas estaban enterradas bajo la escarcha o escondidas en las madrigueras de otros animales. Desesperada, fue a ver a Bruno.
—Bruno, ¿me puedes dar algo de comida? No he preparado nada... —suplicó con ojos tristes.
Bruno la miró con amabilidad.
—Nina, siempre puedes contar con nosotros, pero debes aprender a prepararte a tiempo.
No siempre estaremos aquí para salvarte.
Lina, desde su rama alta, asintió.
—El invierno no avisa, Nina. Debemos estar siempre listos para lo que venga.
Triste y avergonzada, Nina regresó al bosque. Se acurrucó en su nido, con la barriga vacía y el corazón lleno de arrepentimiento. La nieve comenzó a caer, y todo se cubrió de un manto blanco. Los días pasaban, y Nina se alimentaba de pequeñas sobras que sus amigos compartían, pero cada vez había menos.
Una noche, mientras el viento soplaba con fuerza, Nina se despertó con hambre y frío. Decidió buscar algún rincón donde pudieran quedar bellotas olvidadas. Corriendo entre los árboles cubiertos de nieve, tropezó con un pequeño hueco en el tronco de un viejo árbol. Dentro, para su sorpresa, encontró un montón de bellotas.
—¡No lo puedo creer! —exclamó—. ¡Son mías! Las escondí aquí hace meses y me olvidé de ellas.
Con una sonrisa en el rostro, recogió las bellotas y las llevó a su nido. Al calentarse con su tesoro, Nina entendió algo importante: no había sido suerte, sino un pequeño esfuerzo pasado era el que la estaba ayudando ahora.
A la mañana siguiente, fue a ver a Bruno y Lina.
—Gracias por ayudarme —dijo Nina—, y por hacerme ver que debo ser constante. Prometo que el próximo año trabajaré a tiempo.
Lina la miró con sus grandes ojos dorados.
—La constancia, Nina, es como las estaciones. Cada una llega en su momento. Solo hay que saber prepararse.
Bruno sonrió, mientras masticaba una rama.
—El próximo otoño, nos veremos recogiendo bellotas juntos. Pero, ¿quién sabe? Quizá el invierno te sorprenda antes... ¡otra vez!
Nina soltó una carcajada.
—¡No más sorpresas de invierno para mí! El próximo año estaré lista.
Y así, mientras el invierno seguía su curso, Nina, la ardilla dormilona, aprendió que siempre hay un momento para descansar, pero también un tiempo para prepararse. Y con la ayuda de sus amigos, entendió que un pequeño esfuerzo a tiempo puede hacer toda la diferencia.