Adolfo y el castillo abandonado
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Adolfo y el castillo abandonado

Edades:
A partir de 4 años
Adolfo y el castillo abandonado Adolfo vivía en un pequeño pueblo junto al bosque. Era un niño muy curioso al que le encantaba investigar y descubrir cosas por sí mismo.

Un día, mientras jugaba entre los árboles y los matorrales, Adolfo vio el famoso castillo abandonado del que todos hablaban.

A pesar de que sabía que era peligroso, porque no los mayores no hacían más que repetirlo, Adolfo decidió explorarlo.

Mientras caminaba por los pasillos polvorientos del castillo, Adolfo vio un búho sentado en una ventana. El búho le habló y le dijo:

—Hola, pequeño humano. ¿Qué haces aquí, en mi castillo abandonado?

Adolfo se quedó sorprendido, nunca había visto un búho que hablara.

— Estaba jugando en el bosque y vi este castillo. ¿Eres el encargado de protegerlo?

El búho asintió.

—Sí, soy el encargado de proteger este castillo. Fue abandonado hace mucho tiempo porque el rey y la reina murieron y nadie ha querido vivir aquí desde entonces.

—¿Por qué?

—Un monstruo vive entre estos muros y no quiere que nadie lo encuentre.

Adolfo se puso nervioso.

—¿Un monstruo? ¿Qué tipo de monstruo?

—Es un monstruo muy peligroso, pero no te preocupes, yo tengo poderes y puedo protegerte. El castillo está lleno de tesoros escondidos. Si me ayudas a encontrarlos, podrás llevarte lo que quieras

Adolfo aceptó encantado.

Mientras buscaban el tesoro, el monstruo apareció y trató de atraparlos.

Y casi lo logra. El búho era poderoso, sí, pero el monstruo también.

—¡Corre, escóndete! —gritó el búho.

Adolfo se había metido detrás de un baúl. Al ver que el monstruo estaba a punto de ahogar a su amigo el búho, el niño salió de su escondite, cogió una silla y le dio un coscorrón al monstruo.

—¡Ay, qué daño! —dijo el monstruo. Y empezó a llorar.

Adolfo no entendía nada.

—No será una treta para pillarnos desprevenidos, ¿verdad? —dijo Adolfo.

Por toda respuesta, el monstruo lloró más fuerte y se encogió en un rincón.

—¿Te he hecho mucho daño? —preguntó.

El monstruo se sorbió los mocos y dijo:

—¡Yo solo quería jugar! ¡Y vosotros me habéis atizado muy fuerte!

—Pero ¡si casi me matas! —exclamó el búho.

—Uy, lo siento, no era mi intención. ¡Pero este pequeño humano me ha dado con mucha saña!

Adolfo no salía de su asombro.

—No sabía que estabas jugando. Pensábamos que eras malvado.

—¡No! Lo que pasa es que soy un poco bruto, y como casi nunca juega nadie conmigo no he aprendido a medir mis fuerzas.

Adolfo miró al búho y dijo:

—Estamos buscando un tesoro. Si quieres puedes ayudarnos y luego jugamos un rato todos juntos.

El monstruo dio un brinco y, sonriendo, les dijo:

—Yo soy el tesoro.

—¿Qué? —dijeron Adolfo y el búho a la vez.

—Pues eso, que yo soy el tesoro. Hice correr el rumor para que viniera gente al castillo —dijo el monstruo.

—¿Cómo vas a ser tú el tesoro? —preguntó Adolfo.

Adolfo y el castillo abandonadoQue sí, que yo soy el tesoro. Soy un amigo cariñoso, sincero y protector. Me encanta jugar, hablar y cantar. Además, doy unos achuchones fantásticos. Y si me aceptas, podrás venir a vivir aquí con tu familia. Yo arreglaré todo para que sea acogedor y agradable.

Adolfo no se terminaba de fiar.

—¿Dónde está la trampa? ¿Y qué pasa con el búho?

—No hay trampa, y el búho se puedo quedar aquí, si quiere. Es un gran guardián, ya lo has visto.

El búho parecía estar de acuerdo.

—Vale, me parece bien. Seremos amigos. Si nos entendemos, mi familia y yo vendremos a vivir aquí.

El resto del día lo pasaron jugando y riendo. Al día siguiente, Adolfo fue con otros niños del pueblo y todos lo pasaron genial. Y luego otro, y otro, y otro…

El monstruo pronto aprendió a ser cuidadoso y ya nadie le tenía miedo.

—¿Y si hacemos una casa de juegos para todos? —dijo un día Adolfo a su amigo el monstruo.

—¡Qué buena idea!

Desde entonces, en aquel castillo no faltó la magia, pero no la del monstruo o la del búho, sino la de la risa y la alegría de muchos amigos jugando, riendo y disfrutando.
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