Las tres lenguas
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Las tres lenguas

Edades:
A partir de 6 años
Las tres lenguas Hubo una vez un viejo conde que tenía solo un hijo. Este era tonto de remate e incapaz de aprender nada.

Un día, el conde le dijo:

- Mira, hijo: por mucho que me esfuerzo, no logro meterte nada en la cabeza. Tendrás que marcharte de casa. Te irás con un maestro, a ver si él consigue algo.

El muchacho fue enviado a una ciudad extranjera. Permaneció un año junto al maestro. Transcurrido dicho tiempo, el hijo regresó a casa. Su padre le preguntó:

- ¿Qué has aprendido, hijo mío?

- Padre, he aprendido el ladrar de los perros.

- ¡Dios se apiade de nosotros! -exclamó el padre-; ¿es eso todo lo que aprendiste? Te enviaré a otra ciudad y a otro maestro.

El muchacho se fue y, cuando regresó a caso, su padre le preguntó:

- Hijo mío, ¿qué aprendiste?

- Padre, he aprendido lo que dicen los pájaros -dijo el muchacho.

El conde, muy enfadado, le dijo:

- ¡Desgraciado! Has malgastado un tiempo precioso sin aprender nada. Te enviaré a un tercer maestro; pero si tampoco esta vez aprendes nada, renegaré de ti.

El hijo estuvo otro año entero fuera. Cuando, al regresar a su casa, le preguntó su padre qué había aprendido, el muchacho le dijo:

- Padre, este año he aprendido el croar de las ranas.

Muy enfadado, el padre llamó a toda la servidumbre y les dijo:

- Este hombre ha dejado de ser mi hijo; lo echo de mi casa. ¡Llevadle al bosque y dadle muerte!

Los criados se lo llevaron; pero cuando iban a cumplir la orden de matarle, sintieron compasión y lo soltaron. Cazaron un ciervo, le arrancaron la lengua y los ojos, y los presentaron al padre como prueba de obediencia. El mozo anduvo algún tiempo errante, hasta que llegó a un castillo, en el que pidió asilo por una noche.

El hombre del castillo le dejó con la condición de pasar la noche en una vieja torre, aunque le previno de que su vida corría peligro vida, pues estaba llena de perros salvajes, motivo por el cual toda la comarca vivía sumida en desolación y tristeza, sin que nadie pudiese remediarlo.

Pero el muchacho, que no conocía el miedo, le dijo:

- Iré adonde están los perros; dadme sólo algo para echarles. No me harán nada.

Como no quiso aceptar nada para sí, le dieron un poco de comida para las bestias y lo acompañaron hasta la torre. Al entrar en ella, los perros, en vez de ladrarle, lo recibieron agitando amistosamente la cola y agrupándose a su alrededor; comieron lo que les echó y no le tocaron ni un pelo.

A la mañana siguiente, ante el asombro general, se presentó el joven sano y salvo al señor del castillo, y le dijo:

- Los perros me han revelado en su lenguaje el por qué residen allí y causan tantos daños al país. Están encantados, y han de guardar un gran tesoro oculto debajo de la torre. No tendrán paz hasta que este tesoro haya sido retirado; y también me han indicado el modo de hacerlo.

Todos se alegraron al oír aquellas palabras, y el señor de castillo le ofreció adoptarlo por hijo si llevaba a feliz término la hazaña. Volvió a bajar el mozo sacó del sótano un arca llena de oro. Desde aquel instante cesaron los ladridos de los perros, los cuales desaparecieron para siempre.

Las tres lenguasAl cabo de algún tiempo le dio al joven por ir a Roma en peregrinación. En el camino pasó junto a una charca pantanosa, donde las ranas están croa que te croa. Prestó oídos, y, al comprender lo que decían, se entristeció y se quedó preocupado. Al llegar a Roma, el Papa acababa de fallecer, y entre los cardenales, había grandes dudas sobre quién habría de ser su sucesor. Al fin convinieron en elegir Papa a aquel en quien se manifestase alguna prodigiosa señal divina.

Acababan de adoptar este acuerdo cuando entró el mozo en la iglesia, y, de repente, dos palomas blancas como la nieve emprendieron el vuelo y se posaron sobre sus hombros. Los cardenales vieron en aquello un signo de Dios, y preguntaron al muchacho si quería ser Papa. Él permanecía indeciso, no sabiendo si era digno de ello; pero las palomas lo persuadieron, y, por fin, aceptó. De este modo se cumplió lo que escuchó a las ranas en el camino y que tanto le había preocupado: que sería Papa. Celebró la misa, de la que no sabía ni media palabra; pero las dos palomas, que no se apartaban de sus hombros, se la dijeron toda al oído.
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