Las cigüeñas
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Las cigüeñas

Edades:
A partir de 8 años
Las cigüeñas Sobre el tejado de una casa apartada había un nido de cigüeñas. Mamá cigüeña estaba posada en él, junto a sus cuatro polluelos, que asomaban las cabezas con sus picos todavía negros.

Sobre un tejado cercano estaba el padre montando guardia, sobre una pata, con la otra recogida.

-Da un gran tono el que mi mujer tenga una centinela junto al nido -pensaba papá cigüeña-. Nadie puede saber que soy su marido. Seguramente pensará todo el mundo que me han puesto aquí de vigilante. Eso da mucha distinción.

Y siguió de pie sobre una pata.

En la calle jugaba un grupo de niños. Al darse cuenta de la presencia de las cigüeñas, el más atrevido empezó a cantar, acompañado luego por toda la tropa:

Cigüeña, cigüeña, vuélvete a tu tierra
más allá del valle y de la alta sierra.
Tu mujer se está quieta en el nido,
y todos sus polluelos se han dormido.
El primero morirá colgado,
el segundo chamuscado;
al tercero lo derribará el cazador
y el cuarto irá a parar al asador.


-¡Escucha lo que cantan los niños! -exclamaron los polluelos-. Cantan que nos van a colgar y a chamuscar.

-No os preocupéis -los tranquilizó mamá cigüeña-. No les hagáis caso.

Y los niños siguieron cantando a coro, señalando a las cigüeñas y riéndose de ellas. Solo uno de los muchachos, llamado Pedro, dijo que no estaba bien burlarse de ellas, y se negó a tomar parte en el juego. Mientras tanto, mamá cigüeña seguía tranquilizando a sus pequeños:

-Tranquilos-les decía-, mirad qué tranquilo está papá, sosteniéndose sobre una pata.

-¡Oh, qué miedo tenemos! -exclamaron los pequeños escondiendo la cabecita en el nido.

Al día siguiente los chiquillos acudieron nuevamente a jugar, y, al ver las cigüeñas, se pusieron a cantar otra vez.

El primero morirá colgado,
el segundo chamuscado.


-¿De veras van a colgarnos y chamuscamos? -preguntaron los polluelos.

-¡No, claro que no! -dijo la madre-. Aprenderéis a volar, pues yo os enseñaré; luego nos iremos al prado, a visitar a las ranas. Veréis cómo se inclinan ante nosotras en el agua cantando, y luego nos las zamparemos. ¡Qué bien vamos a pasarlo!

-¿Y después? -preguntaron los pequeños.

-Después nos reuniremos todas las cigüeñas de esta zona y comenzarán los ejercicios de otoño. Hay que saber volar muy bien para entonces; esto tiene gran importancia, pues el que no sepa hacerlo bien se quedará atrás. Así hay que aplicarse.

-Pero después nos van a ensartar, como decían los chiquillos. Escucha, ya vuelven a cantarlo.

-¡Es a mí a quien debéis atender y no a ellos! –les regañó mamá cigüeña-. Cuando se hayan terminado los grandes ejercicios de otoño, emprenderemos el vuelo hacia tierras cálidas, muy lejos de aquí, cruzando valles y bosques. Iremos a Egipto, donde hay casas triangulares de piedra terminadas en punta, que se alzan hasta las nubes; se llaman pirámides, y son mucho más viejas de lo que una cigüeña puede imaginar. También hay un río, que se sale del cauce y convierte todo el país en un cenagal. Entonces, bajaremos al fango y nos hartaremos de ranas.

-¡Ajá! -exclamaron los polluelos.

-¡Sí, es magnífico! En todo el día no hace uno sino comer; y mientras nos damos allí tan buena vida, en estas tierras no hay una sola hoja en los árboles, y hace tanto frío que hasta las nubes se hielan, se resquebrajan y caen al suelo en pedacitos blancos.

Se refería a la nieve, pero no sabía explicarse mejor.

-¿Y también esos chiquillos malos se hielan y rompen a pedazos? -preguntaron los polluelos.

-No, no llegan a romperse, pero poco les falta, y tienen que estarse quietos en el cuarto oscuro; vosotras, en cambio, volaréis por aquellas tierras, donde crecen las flores y el sol lo inunda todo.

Pasó algún tiempo. Los polluelos habían crecido lo suficiente para poder incorporarse en el nido y dominar con la mirada un buen espacio a su alrededor. Y el padre acudía todas las mañanas provisto de sabrosas ranas, culebrillas y otras golosinas que encontraba.

-Bueno, ha llegado el momento de aprender a volar -dijo un buen día la madre, y los cuatro pollitos hubieron de salir al remate del tejado. ¡Cómo se tambaleaban, cómo se esforzaban en mantener el equilibrio con las alas, y cuán a punto estaban de caerse!

-¡Fijaos en mí! -dijo la madre-. Poned la cabeza así, y los pies así: ¡Un, dos, un, dos! Así es como tendrán que comportaros en el mundo.

Y se lanzó a un breve vuelo, mientras los pequeños pegaban un torpe saltito, y ¡bum!, se cayeron, pues les pesaba mucho el cuerpo.

-¡No quiero volar! -protestó uno de los pequeños, encaramándose de nuevo al nido-. ¡Me es igual no ir a las tierras cálidas!

-¿Prefieres helarte aquí cuando llegue el invierno? ¿Estás conforme con que te cojan esos muchachos te cuelguen, te chamusquen y te asen? Bien, pues voy a llamarlos.

-¡Oh, no! -suplicó el polluelo, saltando otra vez al tejado, con los demás.

Al tercer día ya volaban un poquito y, creyéndose capaces de cernerse en el aire y mantenerse en él con las alas inmóviles, se lanzaron al espacio; pero ¡sí, sí…! ¡Pum!, empezaron a dar volteretas, y fue cosa de darse prisa a poner de nuevo las alas en movimiento. Pero otra vez se presentaron los chiquillos en la calle, y otra vez entonaron su canción:

¡Cigüeña, cigüeña, vuélvete a tu tierra!

-¡Bajemos de una volada y saquémosles los ojos! -exclamaron los pollos.

- ¡No, dejadlos! -replicó la madre-. Fijaos en mí, esto es lo importante:¡Uno, dos, tres! Un vuelo hacia la derecha. ¡Uno, dos, tres! Ahora hacia la izquierda, en torno a la chimenea. Muy bien, ya vais aprendiendo; el último aleteo, ha salido tan limpio y preciso, que mañana los permitiré acompañarme al pantano. Allí conocerán varias familias de cigüeñas con sus hijos, todas muy simpáticas; me gustaría que mis pequeños fuesen los más lindos de toda la concurrencia; quisiera poder sentirme orgullosa de ustedes. Eso hace buen efecto y da un gran prestigio.

-¿Y no nos vengaremos de esos niños malos? -preguntaron los hijos.

-Dejándolos gritar cuanto quieran. Vosotras subiréis hasta las nubes y estaréis en el país de las pirámides, mientras ellos pasan frío y no tienen ni una hoja verde, ni una manzana.

-Sí, nos vengaremos -se cuchichearon unos a otros; y reanudaron sus ejercicios de vuelo.

De todos los niños de la calle, el más empeñado en cantar la canción de burla, y el que había empezado con ella, era precisamente muy pequeño. No tenía ni seis años. Sin embargo, las cigüeñitas creían que tenía lo menos cien, pues era mucho más corpulento que su madre y su padre. ¡Qué sabían ellas de la edad de los niños y de las personas mayores! Este fue el niño que ellas eligieron como objeto de su venganza, por ser el iniciador de la ofensiva burla y llevar siempre la voz cantante. Las jóvenes cigüeñas estaban muy indignadas, y cuanto más crecían, menos dispuestas se sentían a sufrirlo. Al fin su madre hubo de prometerles que las dejaría vengarse, pero a condición de que fuese el último día de su permanencia en el país.

Las cigüeñas-Antes hemos de ver qué tal os portáis en las grandes maniobras; si lo hacéis mal y el general les traspasa el pecho de un picotazo, entonces los chiquillos habrán tenido razón, en parte al menos. Veámoslo, pues.

– ¡Si, ya verás! -dijeron las crías, redoblando su aplicación. Se ejercitaban todos los días, y volaban con tal ligereza y primor, que daba gusto.

Y llegó el otoño. Todas las cigüeñas empezaron a reunirse para emprender juntas el vuelo a las tierras cálidas, mientras en la nuestra reina el invierno. ¡Qué impresionantes maniobras! Había que volar por encima de bosques y pueblos, para comprobar la capacidad de vuelo, pues era muy largo el viaje que les esperaba. Los pequeños se portaron tan bien, que obtuvieron un sobresaliente con rana y culebra. Era la nota mejor, y la rana y la culebra podían comérselas; fue un buen bocado.

-¡Ahora, la venganza! -dijeron.

-¡Sí, desde luego! -asintió la madre cigüeña-. Ya he estado yo pensando en la más apropiada. Sé dónde está el estanque en que están todos los niños chiquitines, hasta que las cigüeñas vamos a buscarlos para llevarlos a los padres. Los niños duermen allí, soñando cosas tan bellas como nunca más volverán a soñarlas. Todos los padres suspiran por tener uno de ellos, y todos los niños desean un hermanito o una hermanita. Pues bien, volaremos al estanque y traeremos uno para cada uno de los chiquillos que no cantaron la canción y se portaron bien con las cigüeñas.

-Pero, ¿y el que empezó con la canción? -gritaron los pollos-, ¿qué hacemos con él?

-En el estanque hay un niñito muerto, que murió mientras soñaba. Pues lo llevaremos para él. Tendrá que llorar porque le habremos traído un hermanito muerto; en cambio, a aquel otro niño bueno le llevaremos un hermanito y una hermanita, y como el muchacho se llamaba Pedro, todos ustedes se llamarán también Pedro.

Y fue tal como dijo, y todas las crías de las cigüeñas se llamaron Pedro, y todavía siguen llamándose así.
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