El viejo farol
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El viejo farol

Edades:
A partir de 10 años
El viejo farol Había una vez un buen farol que había estado alumbrando la calle durante muchos años. Lo dieron de baja, y aquella era la última noche que debía enviar su luz a la calle.

El farol tenía miedo del día siguiente, pues no sabía lo considerarían aún útil o inútil. Decidirían entonces si lo enviarían a iluminar uno de los puentes o una fábrica del campo; tal vez iría a parar a una fundición, como chatarra, y entonces podría convertirse en mil cosas diferentes. Pero lo que más lo atormentaba la era la duda de si en su nueva condición conservaría el recuerdo de su existencia como farol.

Lo que sí era seguro es que debería separarse del vigilante y su mujer, a quienes consideraba como su familia.

Muchos pensamientos pasaron así por la mente del viejo farol. El centinela que es relevado conoce por lo menos a su sucesor y puede decirle unas palabras; pero el farol no conocía al suyo, y, sin embargo, le habría proporcionado algunas informaciones acerca de la lluvia y la niebla, de hasta dónde llegaba la luz de la luna en la acera, y de qué lado soplaba el viento.

En el arroyo había tres personajes que se habían presentado al farol, creyendo él tenía atribuciones para designar a su sucesor.

Uno de ellos era una cabeza de arenque, que en la oscuridad es fosforescente, por lo cual pensaba que representaría un notable ahorro de aceite si lo colocaban en la cima del poste de alumbrado.

El segundo aspirante era un pedazo de madera podrida, el cual luce también, y aún más que un bacalao, según afirmaba él, diciendo, además, que era el último resto de un árbol, que antaño había sido la gloria del bosque.

El tercero era una luciérnaga. De dónde procedía, el farol lo ignoraba, pero lo cierto era que se había presentado y que era capaz de dar luz; sin embargo, la cabeza de arenque y la madera podrida aseguraban que solo podía brillar a determinadas horas, por lo que no merecía ser tomada en consideración.

El viejo farol objetó que ninguno de los tres poseía la intensidad luminosa suficiente para ser elevado a la categoría de lámpara callejera, pero ninguno se lo creyó. Y cuando se enteraron de que el farol no estaba facultado para otorgar el puesto, dijeron que la medida era muy acertada, pues realmente estaba demasiado decrépito para poder elegir con justicia.

Entonces llegó el viento, que venía de la esquina y sopló por el tubo de ventilación del viejo farol.

—¡Qué oigo! —dijo—. ¿Qué mañana te marchas? ¿Esta es la última noche que nos encontramos? En ese caso voy a hacerte un regalo; voy a airearte la cabeza de tal modo, que no solo recordarás clara y perfectamente todo lo que has oído y visto, sino que además verás con la mayor lucidez cuanto se lea o se cuente en tu presencia.

—¡Bueno es esto! —dijo el viejo farol—. Muchas gracias. ¡Con tal que no me fundan!

—No lo harán todavía —dijo el viento—, y ahora voy a soplar en tu memoria. Si consigues más regalos de esta clase, disfrutarás de una vejez dichosa.

—¡Con tal que no me fundan! —repitió el farol—. ¿Podrías también en este caso asegurarme la memoria?

—Viejo farol, sé razonable —dijo el viento soplando. En aquel mismo momento salió la luna—. ¿Y usted qué regalo trae? - preguntó el viento.

—Yo no regalo nada —respondió la luna—. Estoy en menguante, y los faroles nunca me han iluminado, sino al contrario, soy yo quien he dado luz a los faroles. Y así diciendo, la luna se ocultó de nuevo detrás de las nubes, pues no quería que la importunasen. Cayó entonces una gota de agua, como de una gotera, y fue a dar en el tubo de ventilación; pero dijo que procedía de las grises nubes, y era también un regalo, acaso el mejor de todos.

—Te penetro de tal manera, que tendrás la propiedad de transformarte, en una noche, si lo deseas, en herrumbre, desmoronándote y convirtiéndote en polvo. Al farol le pareció aquel un regalo muy poco envidiable, y el viento estuvo de acuerdo con él.

—¿No tiene nada mejor? ¿No tiene nada mejor? —sopló con toda su fuerza. En esto cayó una brillante estrella fugaz, que dibujó una larga estela luminosa.

—¿Qué ha sido esto? —exclamó la cabeza de arenque—. ¿No acaba de caer una estrella? Me parece que se metió en el farol. ¡Caramba!, si personajes tan encumbrados solicitan también el cargo, ya podemos nosotros retirarnos a casita. Y así lo hizo, junto con sus compañeros. Pero el farol brilló de pronto con una intensidad asombrosa.

—¡Este sí que ha sido un magnífico regalo! —dijo—. Las estrellas rutilantes, que tanto me gustaron siempre y que brillan tan maravillosamente, mucho más de lo que yo haya podido hacerlo nunca a pesar de todos mis deseos y esfuerzos, han reparado en mí, pobre viejo farol, y me han enviado un regalo por una de ellas. Y este regalo consiste en que todo lo que yo pienso y veo tan claramente, también puede ser visto por todos aquellos a quienes quiero. Y este sí que es un verdadero placer, pues la alegría compartida es doble alegría.

—Es un pensamiento muy digno —dijo el viento—, pero, ¿no sabes que también las velas pertenecen a esta clase? Si no encienden dentro de ti una vela, no puedes ayudar a nadie a ver nada. En esto no han pensado las estrellas; creen que todo lo que brilla tiene en sí, por lo menos, una vela. Pero estoy cansado —añadió el viento voy a echarme un rato—. Y se calmó.

Al día siguiente —bueno, el día podemos saltarlo—, a la noche siguiente estaba el farol en la butaca, en casa del vigilante, el cual había rogado al ilustre Concejo Municipal que le permitiese guardarlo, en pago de sus muchos y buenos servicios. Se rieron de él, pero se lo dieron, y ahí tienen a nuestro farol en la butaca, al lado de la estufa encendida; y parecía como si hubiese crecido, tanto, que ocupaba casi todo el sillón.

Los viejos estaban cenando, y dirigían de vez en cuando afectuosas miradas al farol, al que gustosos habrían asignado un puesto en la mesa. Su vivienda estaba en el sótano. Para llegar a su habitación había que atravesar un corredor, pero dentro la temperatura era agradable. El cuarto tenía un aspecto limpio y aseado, con cortinas en torno a las camas y en las ventanitas, sobre las cuales se veían dos singulares macetas, que el marinero Christian había traído de las Indias Orientales u Occidentales. Eran dos elefantes de arcilla, a los que faltaba el dorso; en el lugar de este brotaban, de la tierra que llenaba el cuerpo de los elefantes, un magnífico puerro y un gran geranio florido: la primera maceta era el huerto del matrimonio; la segunda, su jardín.

De la pared colgaba un gran cuadro de vistosos colores: «El Congreso de Viena». De este modo tenían reunidos a todos los emperadores y reyes. Un reloj de Bornholm, con sus pesas de plomo, cantaba su eterno tic-tac, adelantándose siempre; pero mejor es un reloj que adelanta que uno que atrasa, pensaban los viejos.

Estaban, pues, cenando con el farol en el sillón, cerca de la estufa. Al farol le parecía que aquello era el mundo al revés. Pero cuando el vigilante, mirándolo, empezó a hablar de lo que habían pasado juntos, el farol sintió que todo volvía a estar en su sitio, pues veía todo lo que el otro contaba, como si estuviese allí mismo. Realmente el viento lo había iluminado por dentro.

EEl viejo farolran diligentes y despiertos los dos viejos; ni una hora permanecían ociosos. En la tarde del domingo sacaban del armario algún libro, generalmente un relato de viajes, y el viejo leía en voz alta acerca de África, con sus grandes selvas y elefantes salvajes, y la anciana escuchaba atentamente, dirigiendo miradas de reojo a las macetas de arcilla en figura de elefantes.

—¡Me parece casi que los veo! —decía. Entonces, el farol experimentaba vivísimos deseos de tener allí una vela, para que la encendiesen en su interior; así, la mujer vería las cosas con la misma claridad que él: los corpulentos árboles, las entrelazadas ramas, los negros a caballo y grandes manadas de elefantes aplastando con sus anchos pies los cañaverales y los arbustos.

—¿De qué me sirven todas mis aptitudes, si no hay aquí ninguna vela? —suspiraba el farol—. Solo tienen aceite y luces de sebo, pero eso no es suficiente. Un día apareció en el sótano todo un paquete de cabos de vela; los mayores fueron encendidos, y los más pequeños los utilizó la vieja para encerar el hilo cuando cosía. Ya tenían luz de vela, pero a ninguno de los ancianos se le ocurría poner un cabo en el farol.

—Y yo aquí quieto, con mis raras aptitudes —decía este—. Lo poseo todo y no puedo compartirlo con ellos. No saben que podría transformar las blancas paredes en hermosísimos tapices, en ricos bosques, en todo cuanto pudieran apetecer. ¡No lo saben!

Por lo demás, el farol descansaba muy limpio y aseado en un rincón, bien visible a todas horas; y aun cuando la gente decía que era un trasto viejo, el vigilante y su mujer lo seguían guardando; le tenían afecto.

Un día la vieja se acercó al farol y dijo:

—Voy a iluminar la casa en tu obsequio. El farol hizo crujir el tubo de ventilación, pensando: «¡Ahora verán lo que es luz!». Pero en lugar de una vela le pusieron aceite. Ardió toda la noche, pero sabiendo que el don que le concedieran las estrellas sería un tesoro muerto para esta vida.

Y soñó que los viejos habían muerto, y que él había ido a parar al fundidor e iba a ser fundido. Así pasó al horno de fundición y fue transformado en hermosísimo candelabro de hierro, destinado a sostener un cirio. Le dieron forma de ángel y fue colocado sobre una mesa escritorio.

—¡Qué aptitudes tengo! —dijo el farol al despertarse—. Casi debería desear que me fundieran. Pero no, no mientras vivan estos viejos. Me quieren por mí mismo. Vengo a ser un poco como su hijo, pues me cuidaron y me dieron aceite. Desde aquel día menguó su agitación interior; y bien se lo merecía el viejo y honrado farol.
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