El enebro
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El enebro

Edades:
A partir de 10 años
Valores:
El enebro Érase una vez un hombre rico que tenía una mujer tan bonita como piadosa. Se quería mucho, pero no tenían hijos. Y eso que lo deseaban con toda su alma.

Frente a su casa crecía un enebro. Un día de invierno en que la mujer se encontraba debajo de él pelando una manzana, se cortó en un dedo y la sangre cayó en la nieve.

- ¡Ay! - exclamó. Y añadió, con gran melancolía: ¡Si tuviese un hijo rojo como la sangre y blanco como la nieve!

Y al decir esto sintió de pronto una extraña alegría, como si presintiera que iba a ocurrir algo inesperado.

Pasaban los meses y la mujer se quedaba horas y horas bajo el enebro. Se sentía tan bien allí.... Al llegar el séptimo mes comió muchas bayas de enebro y enfermó. Y sintió una profunda tristeza. Pasó luego el octavo mes, llamó a su marido y, llorando, le dijo:

- Si muero, entiérrame bajo el enebro.

Al noveno mes dio dio a luz un niño blanco como la nieve y colorado como la sangre, y, al verlo, fue tal su alegría, que murió. Su esposo la enterró bajo el enebro.

Lloró mucho el hombre. Pero después de un tiempo se volvió a casar. Con su segunda esposa tuvo una hija. Al ver la mujer a su hija, quedó prendada de ella; pero cuando miraba al pequeño, al hijo de la primera mujer, se moría de celos, al que llegó a odiar.

Un día en que la mujer estaba en el piso de arriba, acudió su hijita y le dijo:

- ¡Mamá, dame una manzana!

- Sí, hija mía - asintió la madre.

- ¿Podrías darle también una al hermanito? -dijo la niña

La mujer hizo un gesto de mal humor, pero respondió:

- Sí, cuando vuelva de la escuela.
Y he aquí que cuando lo vio venir desde la ventana, quitando a la niña la manzana que le diera, le dijo:

- ¡No vas a tenerla tú antes que tu hermano!

Al llegar el niño a la puerta, dijo la mujer;

- Hijo mío, ¿te apetecería una manzana? - preguntó al pequeño, mirándolo con ojos coléricos.

- Mamá - respondió el niño, - ¡pones una cara que me asusta! ¡Sí, quiero una manzana!

La mujer abrió el arca donde estaban las manzanas y le dijo al muchacho:

-Cógela tú mismo.

Y al inclinarse el pequeño la mujer cerró de un golpe brusco el arca con tanta violencia, que cortó en redondo la cabeza del niño, la cual cayó entre las manzanas. En el mismo instante sintió la mujer una gran angustia. Bajó a su habitación y sacó de la cómoda un paño blanco,
colocó nuevamente la cabeza sobre el cuello, le ató el paño a modo de bufanda, de manera que no se notara la herida, y sentó al niño muerto en una silla delante de la puerta, con una manzana en la mano.

Más tarde, la niña entró en la cocina, en busca de su madre

- Mamá - dijo la niña- el hermanito está sentado delante de la puerta; está todo blanco y tiene una manzana en la mano. Le he pedido que me la dé, pero no me responde. ¡Me ha dado mucho miedo!

- Vuelve – le dijo la madre - y si tampoco te contesta, le pegas un coscorrón.

Salió la niña y gritó:

- ¡Hermano, dame la manzana!

Pero al seguir, él callado, la niña le pegó un golpe en la cabeza, la cual, se desprendió, y cayó al suelo. La chiquita se asustó terriblemente y rompió a llorar y gritar. Corrió al lado de su madre y exclamó:

- ¡Ay mamá! ¡He cortado la cabeza a mi hermano!

- ¿Qué has hecho? Pero cállate, que nadie lo sepa. Como esto ya no tiene remedio, lo cocinaremos en estofado.


Al llegar el padre a casa, se sentó a la mesa y preguntó:
- ¿Dónde está mi hijo?

Su mujer le sirvió una gran fuente, muy grande, de carne con salsa negra, mientras la niña seguía llorando sin poder contenerse. Repitió el hombre:

- ¿Dónde está mi hijo?

- ¡Ay! - dijo la mujer -, se ha marchado a casa de los parientes de su madre; quiere pasar una temporada con ellos.

- ¿Y qué va a hacer allí? Por lo menos podría haberse despedido de mí.

- ¡Estaba tan impaciente! Me pidió que lo dejase quedarse allí seis semanas. Lo cuidarán bien; está en buenas manos.

- ¡Ay! - exclamó el padre. - Esto me disgusta mucho. Al menos podía haberme dicho adiós.

Y empezó a comer; dirigiéndose a la niña, dijo:

-El enebro Hija, ¿por qué lloras? Ya volverá tu hermano. Pero qué buena está la sopa. Comeré un poco más.

Y cuanto más comía, más deliciosa la encontraba. Y comió hasta que ya no quedó nada, dejando los huesos a un lado.

La niña sacó del cajón inferior su pañuelo de seda más bonito, envolvió en él los huesos que recogió de debajo de la mesa y se los llevó fuera, llorando lágrimas de sangre. Los depositó debajo del enebro. De pronto un gran alivio y dejó de llorar. Entonces el enebro empezó a moverse, y sus ramas a juntarse y separarse como cuando una persona, sintiéndose contenta de corazón, junta las manos dando palmadas. Se formó una especie de niebla que rodeó el arbolito, y en el medio de la niebla apareció de pronto una llama, de la cual salió volando un hermoso pajarito, que se elevó en el aire a gran altura, cantando melodiosamente. Y cuando había desaparecido, el enebro volvió a quedarse como antes; pero el paño con los huesos se había esfumado. La niña sintió en su alma una paz y gran alegría, como si su hermanito viviese aún. Entró nuevamente en la casa, se sentó a la mesa y comió su comida.

Pero el pájaro siguió volando, hasta llegar a la casa de un orfebre, donde se detuvo y se puso a cantar:

Mi madre me mató,
mi padre me comió,
y mi buena hermanita
mis huesecitos guardó.
Los guardó en un pañito
de seda, ¡muy bonito!,
y al pie del enebro los enterró.
Kivit, kivit, ¡qué lindo pajarito soy yo!.
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